Cuento #65: No te puedo sacar de mi mente



Diego no podía creer que lo había adquirido a un precio tan bajo: sabedor que un vaporizador para marihuana como aquel costaba casi cien mil pesos, el hecho de haber pagado mucho menos de la mitad le había puesto de un humor muy, muy bueno. Fue por eso que cuando llegó a su casa con el aparato en cuestión se dirigió inmediatamente a su cuarto para analizarlo detenidamente y comprobar si no tenía algún defecto que impidiera su uso.
Por fortuna, no fue así.
            La puerta de su habitación se abrió y por el resquicio de esta apareció la cara de su madre.
            −¡Diego! –le dijo a modo de saludo−, no te sentí entrar –Acto seguido, se acercó despacio a su cama−. ¿Comiste algo en el centro, tienes hambre, te traigo…, qué es eso? –quiso saber la mujer sin dejar de mirar el vaporizador que Diego tenía en su mano.
            El joven tragó saliva presa del miedo inmediato: su mamá, ni nadie en su casa, podía saber que fumaba marihuana; ni siquiera quería imaginarse cuál sería la reacción de sus padres al hacerlo. Fue por eso que dijo lo primero que se le vino a la mente:
            −Es un termómetro –y bueno, por la forma casi cilíndrica que tenía, parecía uno de verdad, uno bastante moderno.
            −¿Y para qué quieres un termómetro tú? –le preguntó su mamá.
            −Mmmm…, no sé, me lo vendieron barato.
            −Ah, ya –Su mamá no parecía tan convencida después de todo; miraba a su hijo con suspicacia−. Si tienes hambre, dejé unas cuantas tortillas de las onces para que le eches verduras y salsa blanca que dejé en el refrigerador. Después dejas todo ordenado, ¿ya?
            −Ya, mamá, gracias –Y así el joven vio cómo ésta salía de su cuarto cerrando la puerta tras de sí, despidiéndose con un gesto antes de hacerlo.
            Diego, escuchando las pisadas de su mamá por el pasillo, se quedó observando el vaporizador por un rato más hasta que su estómago gruñó pidiendo comida. Entonces fue a la cocina, comió las tortillas de su madre con ganas y una vez escucho a sus papás roncar en el segundo piso de la casa, se encerró otra vez en su habitación con ánimos de probar el objeto, abriéndolo y depositando un cogollo de marihuana en su interior para luego calentarlo apretando el botón de su lado posterior. Fumó de su punta y al cabo de cuatro caladas se sintió rápidamente golpeado por su efecto: la cabeza abombada, los párpados pesados, el relajo en cada uno de sus músculos cansados por el largo día de universidad. Luego tomó sus cuadernos, repasó un poco las fórmulas matemáticas que tendría que usar al día siguiente en la prueba y se acostó sintiéndose prácticamente un hombre nuevo.
            Al día siguiente, en la prueba, Diego no podía dejar de pensar en su nuevo vaporizador, en lo bonito y eficaz que era: con sólo un pequeño pompón de hierba podías quedar alelado por casi todo un día, una excelente manera de ahorrar un montón de marihuana y dinero. 
Sus amigos habían escuchado hablar de un aparato como ése, pero a ciencia cierta jamás habían usado uno; era por eso que Diego quería darles una sorpresa apenas salieran a la primera ventana del horario del día.
            Sin embargo, ya afuera, entre el bullicio de sus compañeros comentando lo mal que les había ido en la prueba, Diego comenzó a rebuscar en el interior de su mochila su vaporizador sin poder dar con él; por un instante pensó lo peor. “Me lo robaron”, farfulló, pero después de hacer mucha memoria, recordó que éste se había quedado a un lado de su mesita de noche tras haber fumado la noche pasada.
            Sus amigos se acercaron para comentar la prueba.
            −¿Cómo te fue, güeón? –le preguntó uno.
            −Ahí nomá’ –dijo Diego sin dejar de pensar en su reciente compra. Quiso hablarles de ella, pero para no quedar como un imbécil (por tener algo que quería mostrarles sin haberlo llevado a clases) prefirió no hacerlo−. ¿Y a ustedes?
            El joven no dejó la imagen mental del objeto en cuestión por toda la clase siguiente, y la siguiente; para eso de la hora de almuerzo, cuando debía ir con sus amigos a un pub a comer papas fritas acompañadas de mucha cerveza, se despedía de ellos alegando que tenía un dolor de puta madre en el estómago, que la salsa blanca de las tortillas de su mamá le había caído mal, que probablemente no vendría a la clase de la tarde. Y así, sin saber cómo, Diego se vio sentado al lado de una ventana de una micro directo a su casa, donde esperaba volver a tener el vaporizador entre sus manos y darle una que otra calada a la marihuana de su reserva.
            Se bajó lo más rápido que pudo del vehículo, trotó el corto tramo restante hasta su casa y abrió la puerta con la llave ya preparada en su mano. Ni siquiera dio el clásico saludo a su mamá (con toda seguridad) recostada en su pieza viendo alguna porquería en la tele para dirigirse inmediatamente a su cuarto, donde, por desgracia, no encontró lo que deseaba: buscó en su mesita de noche, dentro de sus cajones, en el suelo, entre sus sábanas…, pero fue infructífero.
            Desesperado, pensó que con toda seguridad se lo habían robado en la micro rumbo a la universidad, durante la mañana, sin darse cuenta; pero no recordaba haberlo echado a la mochila: lo recordaba recostado contra la lámpara, ahí, bajo su luz…; Diego pensó que quizá el excesivo consumo de marihuana estaba haciendo ya efecto en sus conexiones cerebrales.
            Urgido, Diego salió de su cuarto y subió las escaleras al segundo piso para preguntarle a su madre si había visto por ahí su nuevo termómetro.
Obviamente se sorprendió mucho al verla recostada en su cama, como de costumbre a esa hora del día, quitándose lenta, embelesadamente, el vaporizador de la boca. Tenía puestos sus audífonos y la música salía muy fuerte de ellos (Diego pudo escuchar unos cuantos acordes de Is this love de Bob Marley). Su cara desencajada no cambió un segundo; se quitó los audífonos y exhaló el humo que tenía en la boca sin quitarle la mirada a su hijo. Estaba pasmada.
−¡¿Mamá, qué güeá estai’ haciendo?! –le dijo Diego, levantando de manera inevitable un poco la voz.
Su mamá, sin desviar la mirada, le respondió:
−Tomándome la temperatura.
 

Historia #115: La humildad



Se me hizo un nudo en la garganta cuando hoy día, en el supermercado, un caballero de aspecto humilde me preguntó si le podía ayudar a sacar su sueldo del cajero. Le dije que sí y lo acompañé y le enseñé a hacer todo el tejemaneje. Ya, todo bien, me dio las gracias y seguí empacando como güeón loco; hasta que el caballero volvió y me dio $500 por la paletiá. Gracias, me dijo, y quedé pal hoyo, pensando que aun con lo poco que ganaba, se dignó a compartir un poco de lo suyo conmigo, y todo por un buen gesto recíproco.
Pal pico como las personas más humildes son las más bondadosas, cuando los que más tienen son los más abusadores y conchasdesumadre.

Historia #114: La pena de la Señora Norma



Uno de los periodistas del matinal salió en pantalla sosteniendo un artículo del Diario La Cuarta. Decía que Anita Alvarado, la famosa Geisha chilena, había sido desalojada nuevamente de su casa por deudas.
            −¡Es que es verdad, ha sucedido! –decía el periodista con energía, como si anunciara el Fin de los Tiempos−. ¡La pobre Geisha ha quedado en la calle nuevamente!
            La señora Norma veía todo con horror, sin poder creer cómo algo así podía estarle ocurriendo a esa mujer tan trabajadora de la tele.
            −¿Pero y qué va a ser? –le preguntó uno de los panelistas al tipo, refiriéndose a la afectada.
            −Dijo que no lucharía más por su casa –respondió éste−, que hicieran con ella lo que quisieran.
            −¿Pero y dónde va a vivir?
            −Dijo que por mientras viviría en casa de familiares, pero que ya había decidido empezar de cero otra vez.
            −Vaya, qué mujer más fuerte.
            La señora Norma no podía creer la mala suerte de otras personas. Pobre Anita, pensó, sintiéndose al borde las lágrimas, luego de toda una vida de esfuerzo, le tocaba ser desalojada del lugar donde había vivido por tantos años con sus hijos…
            Pero la señora Norma estaba tan enfrascada en su tele, que ni siquiera se percató que afuera se estacionaba una imponente camioneta municipal junto con tres patrullas de Carabineros. Tampoco se dio cuenta que sacaban a la familia de la casa vecina a punta de garabatos y violencia, desalojándolos por sus deudas para con el Banco.
            −Pobre Anita Alvarado –susurró la señora Norma rompiendo a llorar por fin, mientras que afuera los Carabineros le propinaban sendos golpes con sus lumas en la espalda a su vecina y sus hijos de doce y diez años entre gritos e insultos−. Pobre, pobre Anita Alvarado.